jueves, 22 de agosto de 2013

Una hoja en blanco.

Apenas hay luz en la habitación, solo lo que una pequeña lámpara de escritorio es capaz de alumbrar.
Yo, mientras,enciendo el ordenador para escribir algo. Cientos de ideas se agolpan en mi cabeza esperando alguna a ver la luz. Sin embargo, una vez que abro el procesador de texto y me dispongo a plasmar alguna de ellas, no soy capaz de teclear nada. No veo eso como algo imprescindible y entonces me planteo varias preguntas: ¿Vale la pena conservar alguna de esas ideas?¿Serán capaces de cambiarle la vida alguien? Y ante dos claras negaciones mentales, abandono mi idea inicial, descarto todo pensamiento de intentar algo parecido más adelante y antes de cerrar el procesador sin guardar, miro fijamente la pantalla. Permanezco contemplándola durante unos segundos. No hay nada. Solo una hoja en blanco. Guardo el archivo y apago el ordenador.


¿Saben qué? Quizá una hoja en blanco pueda decir más de lo que yo fui capaz, quizá una hoja en blanco pueda mejorar algo, entretener a alguien, porque en una hoja en blanco no hay nada o puede haber todo lo que tú quieras, todo lo que tú seas capaz de imaginar, de pensar y proyectar en ella.