Apenas hay luz en la habitación, solo lo que una pequeña lámpara de escritorio es capaz de alumbrar.
Yo, mientras,enciendo el ordenador para
escribir algo. Cientos de ideas se agolpan en mi cabeza esperando
alguna a ver la luz. Sin embargo, una vez que abro el procesador de
texto y me dispongo a plasmar alguna de ellas, no soy capaz de
teclear nada. No veo eso como algo imprescindible y entonces me
planteo varias preguntas: ¿Vale la pena conservar alguna de esas
ideas?¿Serán capaces de cambiarle la vida alguien? Y ante dos
claras negaciones mentales, abandono mi idea inicial, descarto todo
pensamiento de intentar algo parecido más adelante y antes de cerrar
el procesador sin guardar, miro fijamente la pantalla. Permanezco
contemplándola durante unos segundos. No hay nada. Solo una hoja en
blanco. Guardo el archivo y apago el ordenador.
¿Saben qué? Quizá una hoja en blanco
pueda decir más de lo que yo fui capaz, quizá una hoja en blanco
pueda mejorar algo, entretener a alguien, porque en una hoja en
blanco no hay nada o puede haber todo lo que tú quieras, todo lo que
tú seas capaz de imaginar, de pensar y proyectar en ella.